De idas y vueltas
Los rayos del sol comenzaron a
percibirse entre las calles de la ciudad vieja, como pidiendo permiso para
inundar todo de luz y claridad. La urbe se desperezaba, y en poco rato, las
arterias de la Barcino romana comenzaron a poblarse de comerciantes, viajeros,
y vecinos que empezaban a realizar las tareas cotidianas como un martes
cualquiera. Más no era un martes cualquiera para Pau, que dejaba su ciudad
natal a los 28 años de haber nacido en ella en el barrio de Gràcia, a pocos metros de la Plaça de la Virreina.
En la estación Liceu, Pau iniciará su viaje hacia el
aeropuerto; la fachada del emblemático teatro en la Rambla dels Caputxins será la última imagen que él se guardará para sí de
Barcelona; una imagen cargada de sensaciones visuales y olfativas, a las que
recurrirá cada vez que la nostalgia lo invite a volver a sentirlas.
A lo largo de su vida había
escuchado, leído y conocido historias de Buenos Aires. De hecho, sus abuelos
paternos tuvieron que dejar la encantadora Gerona en los años 30, cuando la
lucha fratricida se extendió hacia el suelo catalán. Su madre había nacido en la
capital argentina y había cursado toda la educación primaria en aulas porteñas.
Repitiendo la historia de su
abuelo, Pau debe dejar su patria en busca de nuevos horizontes. El peso de la
tan invocada crisis se hizo carne en su familia y dejó a buena parte de ella en
el paro. Todos los hermanos volaron del nido: Jordi hacia Estados Unidos,
encandilado por las luces de la Gran Manzana, tras el amor de una turista de
New Jersey; Carles había cambiado las madalenas
y el calor del levante español por el pan de centeno y los fríos inviernos de
Copenhague, trasladado por su firma de software, que en la búsqueda de
maximizar ganancias – o minimizar pérdidas- abandonó su oficina catalana.
Y Pau escogió Argentina. Él siempre
se había sentido atraído por aquellas historias que conoció a través de las
cartas de su abuelo, y las cosas que su madre le contaba antes de dormir: de
una impactante ciudad al sur del mundo, con pretensiones de proyección
universal, con una arquitectura que emulaba París, Madrid, Milán; una ciudad
que en sus escuelas acogía a inmigrantes del Viejo Mundo, y que al compás del
tango y la milonga forjaron una comunidad segura de sí misma y
autocomplaciente.
Desde entonces había quedado
enamorado de ese lugar, y se había jurado que algún día la conocería. Ese
momento había llegado por la fuerza de las circunstancias. Con sus hermanos
lejos – o tan cercanos como la tecnología lo permitiera-, con sus padres ya
fallecidos, pocos vínculos familiares lo ataban a Cataluña. Su relación con
Marta había terminado siete meses atrás, luego de casi cinco de convivir con la
bella murciana.
La vieja capital virreinal se
mostraba espléndida esa tarde de marzo. Los palos borrachos estaban en su mejor
momento alfombrando plazas y parques. Las fachadas espejadas de los edificios devolvían
la imagen de cúpulas, mansardas, campanarios, torres. Por un momento sintió
sentirse en plena Gran Vía de Les Corts
Catalanes, si no fuera por el abrupto bocinazo de un colectivo con destino La Boca.
Para su desazón, el trabajo no
abundaba en los clasificados. Abusando de la generosidad de sus tíos y primos,
que sí echaron raíces en suelo argentino, Pau se instaló en el barrio de
Almagro, desde donde diariamente hacía sus mayores esfuerzos en lograr el tan
ansiado curro. Pasaron casi tres
largos meses que casi menguan su moral, su paciencia y los pocos ahorros que
Pau trajo consigo cuando cerró su cuenta en la Caixa. Su experiencia como vendedor en varias tiendas en Barcelona,
parece que esta vez alcanzó para ser contratado a prueba durante noventa días
como supervisor de un equipo de ventas en una casa de insumos informáticos; no
era lo que esperaba, pero sin duda sería el punto final de semanas de
incertidumbre, auto reproches, vacilaciones y angustias. También habían sido
meses de ambientarse en la ciudad, de conocer nuevos lugares, gentes y
costumbres y de comenzar a tratar de aprehender la esencia del porteño, por lo
menos.
El invierno había desnudado a los
árboles y había permitido apreciar el ambicioso entramado urbano de la ciudad:
desde los elegantes palacetes y edificios afrancesados de Recoleta, hasta los
rascacielos que miran desde arriba el crecimiento de Puerto Madero, la Avenida
de Mayo con su estética madrileña, o el San Telmo de las calles empedradas y la
trendy movida del Soho.
El día en que se cumplieron su
primeros quince meses en la empresa, Pau pudo tomarse unos días de vacaciones y
volver a su patria. Extrañamente sintió cierto desasosiego al embarcar su
avíón; no podía convencerse ni asumir que le costaba dejar este país de
adopción, aunque más no sea de vacaciones. Ya no estaba sólo, desde hacía nueve
meses compartía su vida con Mariana, a quien conoció en la celebración de la Nit de Sant Joan del año anterior, al
abrigo del fuego, cocas catalanas y vino caliente – distinto a cuando lo
festejaba en la Placa de Sant Jaume,
bajo el calor del verano.
El viaje a su casa natal, su
barrio, y su ciudad, sirvieron para ordenarle las ideas y especialmente, los
sentimientos. Conforme pasaban los días, y a pesar de haberse reencontrado con
sus hermanos, amigos y costumbres perdidas, no podía dejar de pensar en lo que
estaba construyendo al otro lado del Atlántico. Su hogar ya no estaba en el
barrio de Gràcia, sino en el
departamento que alquilaba con Mariana en la calle Loyola, al que proyectaba
como el futuro hogar de su familia.
Una tarde lluviosa de aquel mes
de octubre se puso a releer las cartas que su abuelo había escrito desde la
Buenos Aires de los años 50; curiosamente la vida había puesto al nieto de
aquel catalán en un derrotero similar; un ida y vuelta, como las aguas del
Mediterráneo que lo vio nacer, y las del Río de la Plata, al que ya tomó por
adopción. -