martes, 2 de junio de 2015

De idas y vueltas


De idas y vueltas

Los rayos del sol comenzaron a percibirse entre las calles de la ciudad vieja, como pidiendo permiso para inundar todo de luz y claridad. La urbe se desperezaba, y en poco rato, las arterias de la Barcino romana comenzaron a poblarse de comerciantes, viajeros, y vecinos que empezaban a realizar las tareas cotidianas como un martes cualquiera. Más no era un martes cualquiera para Pau, que dejaba su ciudad natal a los 28 años de haber nacido en ella en el barrio de Gràcia, a pocos metros de la Plaça de la Virreina.
En la estación Liceu, Pau iniciará su viaje hacia el aeropuerto; la fachada del emblemático teatro en la Rambla dels Caputxins será la última imagen que él se guardará para sí de Barcelona; una imagen cargada de sensaciones visuales y olfativas, a las que recurrirá cada vez que la nostalgia lo invite a volver a sentirlas.
A lo largo de su vida había escuchado, leído y conocido historias de Buenos Aires. De hecho, sus abuelos paternos tuvieron que dejar la encantadora Gerona en los años 30, cuando la lucha fratricida se extendió hacia el suelo catalán. Su madre había nacido en la capital argentina y había cursado toda la educación primaria en aulas porteñas.
Repitiendo la historia de su abuelo, Pau debe dejar su patria en busca de nuevos horizontes. El peso de la tan invocada crisis se hizo carne en su familia y dejó a buena parte de ella en el paro. Todos los hermanos volaron del nido: Jordi hacia Estados Unidos, encandilado por las luces de la Gran Manzana, tras el amor de una turista de New Jersey; Carles había cambiado las madalenas y el calor del levante español por el pan de centeno y los fríos inviernos de Copenhague, trasladado por su firma de software, que en la búsqueda de maximizar ganancias – o minimizar pérdidas- abandonó su oficina catalana.
Y Pau escogió Argentina. Él siempre se había sentido atraído por aquellas historias que conoció a través de las cartas de su abuelo, y las cosas que su madre le contaba antes de dormir: de una impactante ciudad al sur del mundo, con pretensiones de proyección universal, con una arquitectura que emulaba París, Madrid, Milán; una ciudad que en sus escuelas acogía a inmigrantes del Viejo Mundo, y que al compás del tango y la milonga forjaron una comunidad segura de sí misma y autocomplaciente.  
Desde entonces había quedado enamorado de ese lugar, y se había jurado que algún día la conocería. Ese momento había llegado por la fuerza de las circunstancias. Con sus hermanos lejos – o tan cercanos como la tecnología lo permitiera-, con sus padres ya fallecidos, pocos vínculos familiares lo ataban a Cataluña. Su relación con Marta había terminado siete meses atrás, luego de casi cinco de convivir con la bella murciana.
La vieja capital virreinal se mostraba espléndida esa tarde de marzo. Los palos borrachos estaban en su mejor momento alfombrando plazas y parques. Las fachadas espejadas de los edificios devolvían la imagen de cúpulas, mansardas, campanarios, torres. Por un momento sintió sentirse en plena Gran Vía de Les Corts Catalanes, si no fuera por el abrupto bocinazo de un colectivo con destino La Boca.
Para su desazón, el trabajo no abundaba en los clasificados. Abusando de la generosidad de sus tíos y primos, que sí echaron raíces en suelo argentino, Pau se instaló en el barrio de Almagro, desde donde diariamente hacía sus mayores esfuerzos en lograr el tan ansiado curro. Pasaron casi tres largos meses que casi menguan su moral, su paciencia y los pocos ahorros que Pau trajo consigo cuando cerró su cuenta en la Caixa. Su experiencia como vendedor en varias tiendas en Barcelona, parece que esta vez alcanzó para ser contratado a prueba durante noventa días como supervisor de un equipo de ventas en una casa de insumos informáticos; no era lo que esperaba, pero sin duda sería el punto final de semanas de incertidumbre, auto reproches, vacilaciones y angustias. También habían sido meses de ambientarse en la ciudad, de conocer nuevos lugares, gentes y costumbres y de comenzar a tratar de aprehender la esencia del porteño, por lo menos.
El invierno había desnudado a los árboles y había permitido apreciar el ambicioso entramado urbano de la ciudad: desde los elegantes palacetes y edificios afrancesados de Recoleta, hasta los rascacielos que miran desde arriba el crecimiento de Puerto Madero, la Avenida de Mayo con su estética madrileña, o el San Telmo de las calles empedradas y la trendy movida del Soho.
El día en que se cumplieron su primeros quince meses en la empresa, Pau pudo tomarse unos días de vacaciones y volver a su patria. Extrañamente sintió cierto desasosiego al embarcar su avíón; no podía convencerse ni asumir que le costaba dejar este país de adopción, aunque más no sea de vacaciones. Ya no estaba sólo, desde hacía nueve meses compartía su vida con Mariana, a quien conoció en la celebración de la Nit de Sant Joan del año anterior, al abrigo del fuego, cocas catalanas y vino caliente – distinto a cuando lo festejaba en la Placa de Sant Jaume, bajo el calor del verano.
El viaje a su casa natal, su barrio, y su ciudad, sirvieron para ordenarle las ideas y especialmente, los sentimientos. Conforme pasaban los días, y a pesar de haberse reencontrado con sus hermanos, amigos y costumbres perdidas, no podía dejar de pensar en lo que estaba construyendo al otro lado del Atlántico. Su hogar ya no estaba en el barrio de Gràcia, sino en el departamento que alquilaba con Mariana en la calle Loyola, al que proyectaba como el futuro hogar de su familia.
Una tarde lluviosa de aquel mes de octubre se puso a releer las cartas que su abuelo había escrito desde la Buenos Aires de los años 50; curiosamente la vida había puesto al nieto de aquel catalán en un derrotero similar; un ida y vuelta, como las aguas del Mediterráneo que lo vio nacer, y las del Río de la Plata, al que ya tomó por adopción. -