martes, 30 de septiembre de 2003

Crónicas Andaluzas




Como dicen Los del Río, Sevilla tiene un color especial. Pero no solo el sentido de la vista nos despierta la capital de Andalucía. Es el color del atardecer sobre el Guadalquivir dando paso a la luna lorquiana, recortando las siluetas de la Catedral, la tercera del mundo, su Giralda, las murallas del viejo Alcázar, las torres de la Plaza de España, y las multicolores cúpulas de las iglesias. Es el olor de los azahares de los naranjos alineados en las tortuosas calles de la vieja Hispalis, apretados por el calor meridional. Es el ruido alborotado de la noche sevillana que nos acodó entre tascas y bares al son de sevillanas. El gusto, todo nuestro, el de bucear entre gambas, salmorejos, gazpachos, manzanillas y pescaítos.
La consigna es perderse. Primero, por su calles acaracoladas desde la Catedral, tomando hacia el barrio de la Judería, el de Santa Cruz, y de ahí dejarse llevar por las señas de los naranjos hasta las plazas Nueva, la de Encarnación, la plaza de la Mastranza, y después de fotografiar a la Torre del Oro, cruzar el puente del Guadalquivir y hacer una parada en la más colorida Triana. El Parque María Luisa, especialmente embellecido para la Exposición de 1929, es un paseo por los pabellones de los países en aquella representados: Portugal, Chile, Cuba, y también Uruguay. Cerca de estos, el monumental pabellón de España, cuyas torres en sus extremos disputan a la mismísima Giralda. Entre bucólicas glorietas - como la de Bécquer-, es un paseo entre especies vegetales de todo el mundo y admirar como una ciudad entera se preparó para aquella exposición, al igual que lo hizo para el Expo 1992 en la cercana Cartuja.
Es difícil aprehender una ciudad como Sevilla en tres días, pero bueno, intentamos hacerlo al máximo.
                                                                
Estoy en Marbella, el distinguido balneario de la Costa del Sol andaluza. Vinimos ayer desde Málaga, la patria de Picasso. Siempre rodeada por montañas, Marbella es una mezcla de entreverada ciudad de corte mudéjar con un centro turístico de putamadre, aunque nobleza obliga decir que como las arenas uruguayas todavía no hemos visto. Lo que si vimos y sentimos es el color y el olor de naranjos, laureles y rosas, y el sedante sonido de fuentes instaladas en improvisadas plazas diseminadas por la ciudad. Mucha mayólica, reja e historia. Si a eso le sumamos el pescaito frito en aceite de oliva, y el malagueño vino moscatel... no nos queremos ir más. Muy cerca, por el camino de la costa hacia el sur, y pasando por Torremolinos, Fuengirola y Banalmádena, se encuentra Puerto Banus. Como dijera alguien, esto si que es primer mundo: Rolls Royce, Ferrari y Maserattis para pasear entre las blancas marinas que balconean un Mediterráneo celeste y salado. Christian Dior, Hugo Boss y Bulgari se disputan las vidrieras de los locales del centro comercial de este glamoroso balnerario.

lunes, 29 de septiembre de 2003

Crónicas Madrileñas


Buenas y madrileñas tardes. Finalmente, luego de peregrinar por aviones y aeropuertos (incluyendo 5 horas de recorrida por miami, su art deco south
beach, su downtown y su bayside, con una humedad
abrasadora, y la ida a madrid en primera clase), llegué a la
capital de España, ahora con 29 grados de temperatura.

La ciudad es reflejo de los distintos periodos históricos por los
que pasó, desde las calles tortuosas y angostas de los
alrededores de la Plaza Mayor (donde ya supe comerme un
refuercito de jamón crudo en el museo del jamón), hasta las
avenidas más anchas del siglo XIX, como el elegante Paseo
de la Castellana.

Hoy a la mañana me fui hasta el Parque del Retiro, y de ahí al Centro
Cultural Reina Sofía, donde entre obras de Miró, Dalí y
Picasso, llegue finalmente a su Guernika, impresionante.

Al salir del Museo me fui por la calle de Atocha hasta la Plaza Mayor y
sus distintas galerías y pasivas; desde ahí, siempre
serpenteando por las calles llegué al Palacio Real, donde me
colé a una visita guiada que bien valió la pena. Realmente hubiera sido muy bueno y  más fácil haber aprendido historia viviendo en esta ciudad, porque basta
caminarla.



Luego de una hora y media de un trayecto por las amarillas
ondulaciones manchegas - que los modernos sistemas de
riego están transformando en verde-, llegué a Toledo, EUR
8,90 el pasaje en tren, la antigua Toletum de los romanos , que supo ser la
capital de España hasta que Felipe II otorgo este privilegio a
la villa de Madrid en 1561. Es impresionante como se yergue en lo alto del paisaje esta ciudad amurallada cercada por el Tajo, sobresaliendo las
torres del viejo alcázar, hoy Museo del Ejército, y las góticas
agujas de la catedral, una de las cuatro de este estilo que
aun se conservan en el país. La ciudad es una síntesis de la
pacifica convivencia que en ella tuvieron cristianos, árabes y
judíos. No dan los ojos para ver todo lo que hay a uno y otro
lado de las indescifrables y angostas calles, balcones, faroles,
rejas, piedras que fueron testigos de las idas y vueltas de las
historia, desde la reconquista de la ciudad por Alfonso VI,
hasta los aportes en el saneamiento del Generalísimo.

Toledo no es sólo el lugar de hojalateros, la platería y el
mazapán, es también la patria de adopción de El Greco, cuya
casa y museo visitamos, así como su obra máxima El
entierro del conde de Orgaz, en la Iglesia de Santo Tomé.



Las cuestas son mortales y por momentos parece que se oye
el silencio en esas tortuosas calles sin vereda, solamente
sobresaltado por el ruido del agua que va cuesta abajo.
Infinitos los rollos de fotos que se pueden quemar y las
panorámicas de otra época nos hacen pensar que en
cualquier momento va a venir una caballería degollando infieles.



La pausa fue en la céntrica plaza Zocodover, y el menú
empanadas de atun, carne y jamón y queso - creo que el
atún era también de la época de la Reconquista...-.


A la vuelta en Madrid me bajé en Atocha, como Sabina, desde donde
caminé por el Paseo del Prado. Luego me perdí por la calle
de Huertas, una red de peatonales en sentido
ascendente llena de bares de tapas y boliches de bocatas. En
el piso, inscriptos fragmentos de obras de escritores
españoles. Desde allí, por la calle del Príncipe hasta la calle de
Alcalá, y de ahi por la de Sevilla hasta la Gran via.



Madrid es una ciudad de fuentes. Como si tuviera una asignatura pendiente por su lejanía con el mar, uno no se cansa de admirar las fuentes de los más diversos estilos: desde las clásicas Cibeles y Neptuno, de Ventura Rodriguez, hasta las más modernas de las plazas de Colon y de Castilla, pasando por las más recoletas del casco antiguo. La sensación que dan esos chorros de agua es de abundancia, de opulencia, de una ciudad que se muestra orgullosa al visitante.

La marcha madrileña se desarrolla en los alrededores de Puerta del Sol y La Latina. Nunca vi tantos bares, tabernas y tascas juntos, ni tanta gente hablando tan alborotada y alegremente. Las tapas, de cajón. Que unas aceitunas rellenas de anchoas, o una rodaja de pan con tomate y aceite de oliva, o jamón serrano, o tortilla, o paella, en fin... lo que haya sobrado sirve para acompañar unas cañas o un vermouth de grifo itinerando de bar en bar.-


Setiembre, 2003