Como
dicen Los del Río, Sevilla tiene un color especial. Pero no solo el sentido de
la vista nos despierta la capital de Andalucía. Es el color del atardecer sobre
el Guadalquivir dando paso a la luna lorquiana, recortando las siluetas de la Catedral , la tercera del
mundo, su Giralda, las murallas del viejo Alcázar, las torres de la Plaza de España, y las
multicolores cúpulas de las iglesias. Es el olor de los azahares de los
naranjos alineados en las tortuosas calles de la vieja Hispalis, apretados por
el calor meridional. Es el ruido alborotado de la noche sevillana que nos acodó
entre tascas y bares al son de sevillanas. El gusto, todo nuestro, el de bucear
entre gambas, salmorejos, gazpachos, manzanillas y pescaítos.
La
consigna es perderse. Primero, por su calles acaracoladas desde la Catedral , tomando hacia
el barrio de la Judería ,
el de Santa Cruz, y de ahí dejarse llevar por las señas de los naranjos hasta
las plazas Nueva, la de Encarnación, la plaza de la Mastranza , y después de
fotografiar a la Torre
del Oro, cruzar el puente del Guadalquivir y hacer una parada en la más
colorida Triana. El Parque María Luisa, especialmente embellecido para la Exposición de 1929, es
un paseo por los pabellones de los países en aquella representados: Portugal,
Chile, Cuba, y también Uruguay. Cerca de estos, el monumental pabellón de
España, cuyas torres en sus extremos disputan a la mismísima Giralda. Entre
bucólicas glorietas - como la de Bécquer-, es un paseo entre especies vegetales
de todo el mundo y admirar como una ciudad entera se preparó para aquella
exposición, al igual que lo hizo para el Expo 1992 en la cercana Cartuja.
Es
difícil aprehender una ciudad como Sevilla en tres días, pero bueno, intentamos
hacerlo al máximo.
Estoy en Marbella, el distinguido
balneario de la Costa
del Sol andaluza. Vinimos ayer desde Málaga, la patria de Picasso. Siempre
rodeada por montañas, Marbella es una mezcla de entreverada ciudad de corte
mudéjar con un centro turístico de
putamadre, aunque nobleza obliga decir que como las arenas uruguayas
todavía no hemos visto. Lo que si vimos y sentimos es el color y el olor de
naranjos, laureles y rosas, y el sedante sonido de fuentes instaladas en
improvisadas plazas diseminadas por la ciudad. Mucha mayólica, reja e historia.
Si a eso le sumamos el pescaito frito
en aceite de oliva, y el malagueño vino moscatel... no nos queremos ir más. Muy
cerca, por el camino de la costa hacia el sur, y pasando por Torremolinos,
Fuengirola y Banalmádena, se encuentra Puerto Banus. Como dijera alguien, esto
si que es primer mundo: Rolls Royce, Ferrari y Maserattis para pasear entre las
blancas marinas que balconean un Mediterráneo celeste y salado. Christian Dior,
Hugo Boss y Bulgari se disputan las vidrieras de los locales del centro
comercial de este glamoroso balnerario.