Los cinco sentidos de una ciudad
La primera sensación que tuve de la ciudad de Nueva York fue olfativa – el deslumbre visual quedó aplazado gracias al subte que desde el aeropuerto me impidió ir aproximándome de a poco al increíble perfil de la ciudad. Apenas pisé el suelo de Manhattan fui invadido por una embriagante mezcla de olores, tal vez por eso el nombre Manhattan tenga el significado dado por los primitivos habitantes de “la isla donde nos embriagamos”. Entre esos olores, difíciles de distinguir, no faltaban el café, la fritura, las especias, grabándose de manera indeleble en el disco duro de mi memoria olfativa. Ese “olor a Nueva York”, es intenso, cosmopolita, como la ciudad misma.
Inmediatamente, los ruidos. Motores arrancando, el subte que llega, helicópteros que surcan la isla, sirenas de policías y sobretodo, de bomberos. Indudablemente esta ciudad ha tenido una intensa relación con el fuego, gracias a la cual toda la arquitectura está engarzada con escaleras de emergencia. Las sirenas que suenan no deben hacer más que actualizar esa relación. Esa orquesta de ruidos urbanos va sonando cada vez más fuerte a medida que avanza el día y el apuro, y de la cual sólo se puede escapar perdiéndose en el trinar de los pájaros del Central Park.
Es un privilegio para la vista poder admirar lo que ha hecho el hombre sobre esta isla rocosa. La carrera para llegar al cielo parece tener varios participantes, que pelean cabeza a cabeza por el primer lugar. Es en esa pelea donde se enfrentan cúpulas, antenas, buhardillas, carteles, cada uno aportando su estilo y su arte a este muestrario de épocas y técnicas. Desde lo clásico hasta lo supermoderno, pasando por el neogótico – que pegó muy fuerte por acá – y el francés, todo es monumental, a lo grande, ofensivo. No me olvido de las casas victorianas del viejo Nueva York, de las escaleras, los balcones, las entradas, los puentes, un emporio para cualquier estudiante de arquitectura.
Es una fiesta para el gusto comer en Nueva York. Cada una de las innumerables comunidades que desde hace 400 años recalan en esta ciudad no sólo trajeron en sus maletas las ansias de progreso y desarrollo, sino que también implantaron sus costumbres culinarias, haciendo que las calles se pueblen de lugares y puestos de especialidades indias, japonesas, chinas, búlgaras, thai, etíopes, griegas, turcas, y por supuesto mexicanas. Probar, lo más que se pueda es obligación, no así es obligatorio que les guste.
Por último el tacto. Lleva tiempo aprender a aprehender el alma de una ciudad. Mezclarse en medio de esos millones de personas que van y vienen es una buena forma de empezar a sentirla. Catálogo de razas y religiones, pidan la que quieran. La gente, esa gente de todos colores, lugares, vestimentas y gustos, es lo mejor que tiene Nueva York, y es la que le da en última instancia su carácter de capital del mundo.
Mayo 2001