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Al igual que Roma, Estambul se levantó sobre
7 colinas, con una vocación de ser puerta y puente entre Oriente y Occidente.
Hoy Estambul sigue cumpliendo fielmente su designio histórico; con sus 10
millones de habitantes, es reflejo de un país (aunque no es su capital) que se
muere por pertenecer y ser aceptada por una dubitativa Europa Occidental,
aunque el llamado del almuédano a la oración nos recuerda que hay ataduras que
no se pueden romper con facilidad, ni siquiera a pesar de las audaces reformas que
introdujo Mustafa Ataturk desde 1923, ícono y líder de la Turquía republicana.
Un crucero por el
Bósforo nos descubre un perfil ciudadano recortado por redondeadas bóvedas de
las mezquitas, con sus minaretes queriendo alcanzar el cielo. Desde ellos, poderosos
altoparlantes, 5 veces al día, inundan la ciudad del inquietante canto para que
los fieles cumplan con uno de los 5 pilares del Islam. También nos permite
comprender la importancia estratégica de este enclave: vemos decenas de barcos
petroleros, mercantes, ferrys y cruceros que silenciosamente van y vienen desde
y hacia el Mar Negro y las entrañas del Cáucaso. El colgante puente del
Bósforo, uno de los dos que cruzan este estrecho de 32 kms, es el segundo más
largo de Europa.
La bizantina Constantinopla
fue tomada por los turcos otomanos en 1453 (marcando este hito el fin de la Edad Media ); a partir
de entonces, los sultanes construyeron su morada en una de las colinas del
“cuerno de oro”, denominación que recibe una entrante del mar de Mármara (Marmara
Denizi en turco) que recorta una península de la parte europea de la ciudad,
península donde se encuentran los lugares más emblemáticos de Estambul: el
palacio Topkapi, residencia de los sultanes, flanqueado por la imponente Santa
Sofía, primitivo templo bizantino, convertido luego de la toma de la ciudad en
una de sus principales mezquitas. Dentro de ella, los antiguos mosaicos de la
época de los emperadores romanos de oriente (como se llamaba al Imperio
Bizantino) conviven mientras se deterioran, con los multicolores vitrales
redondos e indescifrables inscripciones árabes, agregadas posteriormente. Frente a ella, la Mezquita Azul , única
con seis minaretes y un despojado interior tapizado de mullidas alfombras que
debe ser pisadas por pies descalzos.
No lejos de allí, a
través de tortuosas calles desbordadas de comercios, personas y olores,
llegamos a los más de 30.000 metros2 cubiertos del Gran Bazar, emblema de la
ciudad desde 1481. En sus intrincadas galerías se practica el deporte preferido
de la ciudad: el regateo; es prácticamente tomado como una ofensa no hacerlo.
Joyerías, alfombras, cerámicas, pieles, especias (y también menos líricamente
vaqueros y camisas de marcas famosas), se negocian entre “tiras y aflojes” con
los insistentes vendedores que son capaces de perseguir al cliente por cuadras
con tal de concretar algún negocio.
Cruzando el puente
Ataturk, y pasando por el barrio Galatasaray (que acuna a uno de los cuadros
más conocidos del país, junto con el Besiktas), llegamos al versallesco palacio
Dolmabahçe, último lugar donde vivió el Sultán desde mediados del siglo XIX
hasta su caída en 1923. Este palacio, a la orilla misma del Bósforo, nos
transporta a cualquiera de su género de Francia, Austria o Alemania; se jacta
de tener muebles originales de la corte de Versalles, sacados de Francia luego
de la revolución de 1789.
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La cocina turca es
rica en especias y sabores: predominan el cordero, el pollo, las aceitunas y
los quesos. Imprescindible no dejar de probar el doner kebab, una especie de grill vertical donde gira carne de
cordero o pollo que se corta en delgadas capas que se sirven con alguna salsa
dentro de un pan de pita; el börek,
suerte de torta hojaldrada de queso y vaya a saber uno qué más! Los dulces
parecen ser una especialidad para los turcos: miel, nueces, castañas, yogures,
pistachos, y su postre insigna, el empalagoso baklava.
Como buen país
mediterráneo, Turquía tiene buenos vinos, pero la bebida alcohólica típica es
el raki, una leche con gusto a anís,
que se toma mezclado con agua…sólo para los que les gusta el anís.
Para terminar, y
antes de seguir la recorrida por esta ruidosa, fatigante y enmarañada ciudad,
un café a la turca, que se toma sin llegar al final, dejando la borra en el
fondo (tal vez con la expectativa que alguien se nos acerque a leernos la
suerte). Junto a él, el narguile, una
especie de pipa que sale de un farol donde se mezcla nicotina, agua y alguna
sustancia dulzona, que se fuma en rondas de personas en muchos bares de la
ciudad.
La movida nocturna
se desarrolla principalmente en la zona céntrica de Taksim, donde una red de
peatonales nos lleva a bares, cafés (no olvidemos que los turcos fueron los que
introdujeron la moda de los cafés en Europa luego de los sucesivos sitios a
Viena), en una atmósfera bohemia pautada por parroquianos jugando backgammon y
fumando narguile.
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Mustafá Kemal
Ataturk es el símbolo de la
Turquía moderna. Fue él quien realizó las reformas necesarias
para que este país entrara en el trillo de la modernidad, luego de finalizada la Primera Guerra.
Gracias a él, las mujeres pudieron ir a la universidad, votar y hasta descubrir
su rostro y cuerpo.
Tal vez por todo lo
que hizo, prácticamente no hay negocio en el que no haya una foto o un cuadro
de este líder. Hoy, cuando se discute la adhesión de Turquía a la occidental y
cristiana Unión Europea, el empuje modernizador de Ataturk choca con las viejas
tradiciones vernáculas.
Eso es Estambul. El
punto de encuentro de la modernidad occidental con los resabios de la tradición
musulmana. Un paseo por la céntrica Iztikal Caddesi (calle de la independencia
en cristiano), permite ver hombre y mujeres vestidos al mejor estilo Frankfurt,
Milán o NY, en una fiebre de celulares y máquinas digitales, caminando junto a
mujeres con las cabezas cubiertas, o incluso completamente de negro, tal vez
boquiabiertas frente a las audaces vidrieras de Gucci, Benetton o Zara.
Estambul es una
exacerbación de los sentidos: las espectaculares vistas de la ciudad
dondequiera que uno esté (sobre todo desde el piso 19 de un hotel céntrico), en
una fatigante secuencia de casas apiñadas, salteadas con minaretes y lejanos
rascacielos; son los fuertes olores de las típicas comidas turcas que se
cocinan por todas partes, que se traducen en sabores variados, fuertes y muy
personales; y es también el canto a través del que el muecín llama a la oración
a la Meca. Al decir de Huntington,
estamos en el límite mismo de dos civilizaciones, que en esta ciudad se dan la
mano pero no se la terminan de estrechar. El tiempo dirá si ambas se fundirán
en un abrazo, como lo pretenden los puentes que unen Europa y Asia.
Octubre
2004