Plan de viaje

viernes, 30 de agosto de 2002

Crónicas Cariocas


Para los uruguayos, el pueblo brasilero es una envidiable comunidad de optimismo y alegría, no importa cuan difícil sea la situación por la que atraviesen. Dos ejemplos me permiten ilustrar mejor esta impresión. Una de las mejores formas de conocer a un pueblo es mezclarse con él, y una de las mejores maneras de hacerlo es viajar en ómnibus. El viaje en ómnibus, sobre todo a la hora de salida del trabajo es definitivamente una experiencia imperdible: la gente que de a poco va llenándolo, luego de pagar los R$ 1,20 correspondientes y pasar el molinete por el lado trasero, comienza a dialogar unos con otros, de una extremo al otro y a viva voz, entrecruzándose varias conversaciones en un mismo medio de transporte. Además del griterío, los vendedores ambulantes y los lisiados, en lugar de alternarse - como sucede en Uruguay- cohabitan en un mismo ómnibus, cada uno con su correspondiente speech marketinero. Por último, al bajar, nadie se mueve de sus lugares, ni frente a nuestro tímido "com licença", lo cual hace que finalmente terminemos empujando a todo el mundo para poder lograr bajarnos en la parada deseada.

El fin de semana pasado fuimos a Parati, una ciudad colonial del S. XVII que tuvo su cuarto de hora durante el ciclo del oro, llegando a ser el segundo puerto de Brasil. Hoy esta bregando por ser Patrimonio de la Humanidad. A 250 kms de Rio, el casco antiguo de Parati es muy interesante para los amantes de la historia, una especie de Colonia del Sacramento, pero rodeada de morros con espesa vegetación tropical, pero también menos cuidada que nuestro orgullo nacional. Uno de esos días asistimos a la misa de su Iglesia Matriz, y este es el segundo ejemplo que les paso a comentar. Para empezar, las pegadizas canciones litúrgicas eran acompañadas de dos guitarras, órgano, batería, y por supuesto la voz de todos los fieles - incluso la nuestra,  gracias a que cada uno tenia su correspondiente libro de canticos- , que como en la mejor de las Iglesias Dios es Amor, cantaba con un fervor inimaginable en nuestras tranquilas y aburridas - Dios me perdone - misas de Uruguay. Como en un recital, el celebrante arengaba a los fieles y pedía que contestara mas fuerte si no los oía bien, al mejor estilo Cacho Bochinche cuando preguntaba "Como les vaaaa???". La gente aplaudía, levantaba los brazos, realmente gozaba y disfrutaba, y puedo afirmar sin temor a equivocarme, que se sentían más cerca de Dios.

Ese fin de semana que fuimos a Parati alquilamos un coche para ir allí. Fue todo un desafío manejar en estas carreteras, sobretodo cuando éramos los únicos que respetábamos - o casi- las indicaciones de velocidad. Entre lo que nos pasó, agrarramos un embotellamiento en la ruta, le erré a la entrada a Rio y terminamos cruzando el puente a Niteroi 13 kms más, y el día que lo íbamos a devolver se nos recalentó en medio de Nossa Senhora de Copacabana y Santa Clara y empezó a salir humo, todo el mundo nos miraba. Lo peor de todo, es que gracias a ello llegamos una hora tarde a un cóctel. Aparte de eso, fue buenísimo manejar acá y ver como zigzaguean y te pasan por todos lados, y te hacen clavar los frenos de repente. Montevideo, una aldea.

Dicen que cuando la capital de Brasil se traslado de Rio de janeiro a Brasilia en 1960, Rio recibió otro destino, el de capital cultural: 166 salas de cine, 58 obras de teatro en cartel, museos, conciertos, y excelentes librerías nos hacen comprobar que esta cumpliendo muy bien su nuevo rol. La plaza XV de Novembro, fecha de 1889 en que se proclamó la República es el epicentro del Rio histórico, desde donde salimos a comprobar que quedó de la manzana de la discordia entre franceses y portugueses, luego capital virreinal e imperial. Muy cerca están la Catedral antigua, antes que la nueva y piramidal la desbancara de su papel de principal templo cristiano, el Paço Imperial, especie de Cabildo a la portuguesa, y el Palacio Tiradentes, lugar donde funcionaron las antiguas asambleas republicanas y actual Congreso estadual. El Palacio de Catete - del mismo estilo renacentista que el Palacio Santos- fue la antigua residencia de un poderoso cafetalero, que luego alojó a todos los Presidentes desde 1897 hasta 1954. Actualmente alberga al Museo de la República,  donde se puede ver una galería de todos los presidentes, hasta la misma e intacta habitación donde se suicido Getulio Vargas en 1954. Caminando por Flamengo, y a pesar de los 36 grados del reloj, subiendo la cuesta del morro da Gloria, llegamos a la Igreja homónima, una iglesia octogonal barroca de 1739, cubierta en su interior con azulejos portugueses. Desde allí hay una muy linda vista del centro, del monumento a la Segunda Guerra, del aeropuerto Santos Dumont, y del omnipresente Redentor, como siempre. 

El Teatro Municipal de Rio, de 1909, al mejor estilo beaux arts, es una réplica de la Opera de la Bastilla de Paris; gracias a la perspectiva se nos impone elegante, majestuoso, junto a los igualmente soberbios edificios del Museo de Bellas Artes, y la neoclásica Biblioteca Nacional. El domingo pasado asistimos al Centro Cultural Banco do Brasil a la obra Longa Jornada de um dia noite adentro - Largo viaje de un día hacia la noche-, el clasico de Eugene O'Neill, en una muy buena presentacion. Pero como deporte tambien es cultura, anoche fuimos al Maracana, donde torcimos en un discreto - al decir de Kesman- Botafogo x Internacional. Fue muy emocionante haber entrado a este estadio donde alguna vez supimos arruinarle la fiesta a más de uno. También fuimos al muy bien conservado Hipódromo da Gavea, que todavía guarda el elegante y distinguido charme de la aristocracia carioca. Lamentablemente por estar vestido con bermudas no pude entrar al palco principal, me tuve que conformar con el palco de segunda y mezclarme con los burreros de alma.

El sábado fuimos con la Cónsul - toma mate- al Corcovado, de cuya archiconocida imponente vista no hago mayores consideraciones, y luego nos fuimos a almorzar - aclaro que dividimos entre todos, para evitar incidiosos comentarios de que nuestro Servicio Exterior esta manteniendo garroneros- , y probar algo de lo típico: como aperitivos, petiscos como bolinho de bacalhau, aipim - mandioca frita- y polenta frita con salsa de gorgonçola - de queso-, y como plato principal, feijoada, la clásica, con su arroz, porotos negros, la farofa, el cerdo, los pedazos de naranja. Y lo mejor de todo, con 30 y pico de grados de temperatura ambiente. Mañana vamos a Petropolis, la Versalles brasilera, el sábado a ver a la Sinfonica Municipal al fuerte de Copacapana, en un programa que incluye a Mahler, Beatles y Tom Jobim. Finalmente, el domingo en el puesto 3 de la playa esta Caetano Veloso, desde donde conmemoraremos nuestra fiesta nacional. Feliz Noche de la Nostalgia!  

Encorsetados entre rejas, los cariocas amanecen antes que la bruma se disipe totalmente de los morros. Mezcla de olores, entre a sal del océano y el de nafta con alcohol, nos incorporamos al torrente de personas que inician el día. El recorrido del ônibus nos muestra las bellezas y miserias de esta ciudad, según miremos mas cerca, o mas lejos en los morros. Las diferencias entre Copacabana e Ipanema son visibles. Más elegante y segura esta, más variada y desafiante aquella. Pero claro, Copacabana carga en sus espaldas el hecho de ser la marca registrada de Rio de Janeiro. Desde su rambla donde de luz no termina jamás, hasta los otrora señoriales edificios de los 40 y 50, pasando por la música que suena en todos lados (bossa, samba, salsa), el barrio más conocido de Rio sigue siendo el punto focal de atención de los turistas que, como pudimos comprobar, provienen de todas partes, como si se tratara de una Babel destinada a no derrumbarse jamás. Ipanema, en cambio, más de entrecasa, se nos muestra más homogéneamente distinguida. Como si fueran túneles, tupidos arboles (amendoeiras) enmarcan sofisticados edificios enjardinados en diferentes tonos de verde. La Vizconde de Piraja, donde vivimos, es la arteria principal y donde se concentran la mayor parte de los comercios de la zona, desde las clásicas Lojas Americanas hasta la sede mundial de HStern, y las casas Polo y Cartier. A pocas cuadras, el imponente paisaje de la lagoa Rodrigo de Freitas, con el Corcovado de telón de fondo y un sinnúmero de edificios y parques. Clubes de tenis, pubs, restaurantes y hasta el famoso hipodromo da Gavea acompañan el perímetro de esta inmensa laguna encastrada en el medio de los cerros. De las mejores postales que hemos visto.

Agosto, 2002

viernes, 12 de julio de 2002

Esos cinco años




ESOS CINCO AÑOS

Noche cerrada, de invierno, la luz de los relámpagos pasa a través de las ventanas y el ruido de los truenos hace temblar las sillas en el piso de madera. Como si fuera cine, la imagen comienza a desplazarse lenta, muy lentamente desde la entrada; luego de secarse los pies en el felpudo debido a la lluvia que desde hace horas no cesa;  acercándose va, camina, avanza, un color azul lo rodea todo, mezcla del color de la noche flasheado por los relámpagos. Los pasos hacían crujir la vieja madera del piso, pero  quedaba solapado por los fuertes golpes del agua en el techo. Llegando al final de la sala, de una puerta entornada asomaba una hendija de luz, era el baño, era la única luz que alumbraba el lugar, salvo la fugaz descarga del cielo. 

Detrás de la puerta, ruidos de agua daban la certeza que era el baño; al final la puerta se abrió, efectivamente era el baño, el mismo en cuya tina se había inmerso por última vez hacia 5 años. La tina no estaba vacía, sino con quien él esperaba, ella no había cambiado en esos años, seguía delgada, lacia, delicada, firme; él en cambio no era el mismo, la barba había cubierto su otrora aniñado rostro, y una serena templanza dejo atrás la tardía inmadurez. Volvía de muy lejos, aunque siempre la sintió muy cerca, razón suficiente para la vuelta.

Esas mismas razones que ahora hicieron que volviera, no eran las mismas que 5 años atrás causaron su partida. La guerra, la muerte, fue la excusa empleada para ocultar el verdadero motivo de su huída. Una profunda revolución tenía sitiada a su cuerpo, iniciada en lo más profundo de su pecho, se propagó a través del torrente de sus venas como si de un sendero de pólvora se tratara y finalmente tomó sus pulmones para estallar un grito cargado de angustia. Nadie comprendió las razones que lo impulsaron a una decisión tan cargada de patriotismo, ni sus padres, ni sus amigos, ni su flamante esposa.

Un aséptico beso de despedida en la estación del tren hacia la ciudad fue la última sensación que percibió de ella. La quería como a nadie, pero querer no es desear, y el deseo hacía tiempo que faltaba en sus citas; un manto de hielo había anquilosado los resortes de la pasión, oxidando un engranaje que, a diferencia del tren en el que iba abarrotado de soldados, ya no andaba. Pelear por una guerra externa fue el mejor pretexto que encontró para evitar pelear en una interna.

El puerto rebosaba de gente, mujeres, llantos, gritos, desgarros, familias que tal vez no volverían a unirse jamás. Lo cierto es que la partida al frente es una imagen poco esperanzadora, para quien si acaso quedaban restos de esperanza. Finalmente, el vapor del buque se mezcló con la bruma del mar y la silueta del barco se fue perdiendo hacia el horizonte, salpicado de pañuelos en alto.

Su esposa nunca llegó a comprender el mutismo en el que su marido se había encerrado meses antes de la partida. Sin haberse puesto de acuerdo, compartía esa misma sensación de sequedad y aridez en que se había transformado el fértil valle de la pasión. Tal vez por eso no esperó carta alguna, aunque en el fondo de su corazón deseó profundamente haberse equivocado con el pronóstico. Las noticias de la guerra que llegaban pintaban un mundo de desolación y masacre, lo que fue disipando sus esperanzas de volver a ver a su viejo gran amor. La desesperanza se convirtió en resignación, y de esta germinó la semilla de una nueva vida, en la ciudad.

 El centro bullía de gente. La mirada sorprendida de esta muchacha de campo se posaba en las líneas de tranvías que iban y venían, en elegantes marquesinas, buhardillas y balcones, en hermosas plazas y parques con estanques y jardines; el viento del sur en la cara, los olores a café, a mar, a extractos importados de París inauguraban sensaciones nuevas. No iba a ser fácil la vida para Amanda, que venía de tan lejos y sin saber siquiera si tenía que esperar a alguien -ojalá alguien le hubiera dado esa certeza-  que había cruzado el océano o si podía, en cambio, reiniciar una nueva vida totalmente libre. Más fácil de lo que hubiera pensado consiguió un empleo en la Oficina de Telégrafos, el cual, además de ofrecerle una buena y segura paga, le permitió conocer al detalle las vicisitudes de las operaciones bélicas allende el Atlántico. Gracias a ello pudo enterarse de los avances, los retrocesos, las trincheras, del frío y del hambre de todo un continente, pero también supo de mujeres vigorosas que pasaban a ocupar las fábricas en lugar que los hombres habían dejado para tomar las armas.

La vida poco a poco fue encarrilándose en este sentido: el trabajo de ocho horas -que en carta a su madre escribiera “es una maravilla que sólo trabajemos ocho horas por día”- permitía  distracciones posteriores como sentarse en algún café o recorrer grandes tiendas en invierno, o tomar el tranvía hasta Los Pocitos a caminar por su rambla de madera (“desde donde se puede ver el mar infinito”), en verano. Fue precisamente allí, un ocho de diciembre, y en ocasión de la bendición de las aguas en la terraza del Hotel de los Pocitos, que conoció a Mr. John Jacob O’Connor, un irlandés enviado por el gobierno ìnglés para vigilar la marcha los negocios en el río de la Plata, quien seducido por aquellos médanos y el ancho mar prefirió instalarse aquí antes que en la vieja capital virreinal. Esa Navidad brindaron el uno por el otro, aunque el corazón de Amanda sobrevolaba algún lugar de Europa buscando a aquél doctor de la capital, que conoció a raíz de la apertura de la sucesión de su abuelo paterno, y del cual no se separó más hasta que contrajeron matrimonio en una pequeña capilla perdida entre la escenografía de las cuchillas y los verdes del campo.

Como una gota de agua que va cayendo al mismo ritmo, insistente y constantemente sobre un mismo punto, así Mr. O’Connor fue venciendo al corazón de “la empleada más bella al servicio de SM”. Para el invierno ya estaban viviendo juntos en un apartamento de la Legación británica en pleno corazón de la Ciudad Vieja. Sin embargo, ella no era feliz; el hecho que su esposo haya partido de esa forma, respondiendo a una patria que no era más la suya, le producía un sabor amargo en la boca, el sabor de la incertidumbre de si valía la pena esperar para recomponer lo poco que habían construido, o si debía edificar una nueva y mas sólida construcción. Pero esa construcción no tenía buenos cimientos. A medida que transcurrían los meses Amanda se sentía cada vez mas frente a un desconocido, lo cual se agravo mas luego que una afección pulmonar postrara inexorablemente en la cama a “mi pobre John”, y el  mundo de reuniones, salones y bailes se redujera a la vigilia en su dormitorio primero, en una sala del British Hospital después, donde ensordecidos por el canto de una chicharra en una bochornosa tarde de febrero, dejó de existir.

Otra vez sola. Volvió a su antiguo y más modesto apartamento, donde comenzó a escribir y pensar en su género femenino, en el hecho de estar nuevamente abandonada y no contar con nadie, en el hecho de no poder rehacer legalmente su vida, en fin, en la falta de protección de las mujeres solas. Estos asuntos fueron muy del gusto de sus compañeras en el Telégrafo, y en poco tiempo Amanda era una abanderada de las reivindicaciones femeninas, como estaban en boga en Europa y Estados Unidos. Pero no todos compartían esos anhelos reivindicatorios.

-          No te vamos a olvidar – trataba de decir entrecortada por las lagrimas una de sus más fervientes seguidoras, que inexplicablemente fue mantenida en su puesto de trabajo. Es el Anden 3 de la Estación Central; Amanda había resuelto volverse al campo luego de casi cinco años de aventura urbana. Siete campanadas marco el carrillón y el tren comenzó la marcha. Por la ventana innumerables mujeres levantaban sus brazos con gesto de amargo abandono. Nunca más las volverían a ver.

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Ella abrió los ojos y a través de del vapor que surgía de la tina fue visualizándose su figura. El tiempo pareció detenerse cuando sus miradas se confundieron, hasta que su marcha pareció reanudarse cuando Amanda se incorporo y en un intempestivo salto se aferró a su esposo, rociando de agua todo el baño. Luego de haber confesado haber creído que no la iba a encontrar  - creyendo que su amada lo había esperado todo ese tiempo en ese campo, dedicada solamente a llorarlo - , Juan Luis empezó a desembrollar la intrincada madeja de su historia: la guerra, en este caso, fue benéfica para aclarar su mente, la soledad de las trincheras le dejó tiempo de más para reflexionar y llegar a extrañar a aquella preciosa mozuela de campo de lacios cabellos negros que tímidamente apareció en una fría mañana de invierno para escuchar la lectura de la última voluntad de su abuelo fallecido. Realmente se había dado cuenta que quería a esa mujer, y tenia planes con ella. Ella había crecido, pero sintió que valía la pena seguirlo. Al final de cuentas esos cinco años de paréntesis conyugal fue  lo que salvo su matrimonio y lo que contribuyó a sellar definitivamente viejos miedos y dudas. En la puerta del casco, mirando en lontananza como el sol dibujaba caprichosas sombras  a través de los álamos y como se aproximaba el coche que los llevaría definitivamente a la ciudad, Juan Luis apretando con su izquierda la mano de su querida Amanda, y con sus celestes ojos condensados por las lagrimas, levanto el vaso cargado del ultimo vino realizado en ese campo  mirándola tiernamente le dedico su brindis:
-          ¡Por esos cinco años!.-



El Caminante
Noviembre 2002