ESOS CINCO AÑOS
Noche cerrada, de invierno, la luz de los relámpagos pasa a través de las ventanas y el ruido de los truenos hace temblar las sillas en el piso de madera. Como si fuera cine, la imagen comienza a desplazarse lenta, muy lentamente desde la entrada; luego de secarse los pies en el felpudo debido a la lluvia que desde hace horas no cesa; acercándose va, camina, avanza, un color azul lo rodea todo, mezcla del color de la noche flasheado por los relámpagos. Los pasos hacían crujir la vieja madera del piso, pero quedaba solapado por los fuertes golpes del agua en el techo. Llegando al final de la sala, de una puerta entornada asomaba una hendija de luz, era el baño, era la única luz que alumbraba el lugar, salvo la fugaz descarga del cielo.
Detrás de la puerta, ruidos de agua daban la certeza que era el baño; al final la puerta se abrió, efectivamente era el baño, el mismo en cuya tina se había inmerso por última vez hacia 5 años. La tina no estaba vacía, sino con quien él esperaba, ella no había cambiado en esos años, seguía delgada, lacia, delicada, firme; él en cambio no era el mismo, la barba había cubierto su otrora aniñado rostro, y una serena templanza dejo atrás la tardía inmadurez. Volvía de muy lejos, aunque siempre la sintió muy cerca, razón suficiente para la vuelta.
Esas mismas razones que ahora
hicieron que volviera, no eran las mismas que 5 años atrás causaron su partida.
La guerra, la muerte, fue la excusa empleada para ocultar el verdadero motivo
de su huída. Una profunda revolución tenía sitiada a su cuerpo, iniciada en lo
más profundo de su pecho, se propagó a través del torrente de sus venas como si
de un sendero de pólvora se tratara y finalmente tomó sus pulmones para
estallar un grito cargado de angustia. Nadie comprendió las razones que lo
impulsaron a una decisión tan cargada de patriotismo, ni sus padres, ni sus
amigos, ni su flamante esposa.
Un aséptico beso de despedida en la
estación del tren hacia la ciudad fue la última sensación que percibió de ella.
La quería como a nadie, pero querer no es desear, y el deseo hacía tiempo que
faltaba en sus citas; un manto de hielo había anquilosado los resortes de la
pasión, oxidando un engranaje que, a diferencia del tren en el que iba
abarrotado de soldados, ya no andaba. Pelear por una guerra externa fue el
mejor pretexto que encontró para evitar pelear en una interna.
El puerto rebosaba de gente, mujeres, llantos, gritos,
desgarros, familias que tal vez no volverían a unirse jamás. Lo cierto es que
la partida al frente es una imagen poco esperanzadora, para quien si acaso
quedaban restos de esperanza. Finalmente, el vapor del buque se mezcló con la
bruma del mar y la silueta del barco se fue perdiendo hacia el horizonte,
salpicado de pañuelos en alto.
Su esposa nunca llegó a comprender el mutismo en el que su
marido se había encerrado meses antes de la partida. Sin haberse puesto de
acuerdo, compartía esa misma sensación de sequedad y aridez en que se había
transformado el fértil valle de la pasión. Tal vez por eso no esperó carta
alguna, aunque en el fondo de su corazón deseó profundamente haberse equivocado
con el pronóstico. Las noticias de la guerra que llegaban pintaban un mundo de
desolación y masacre, lo que fue disipando sus esperanzas de volver a ver a su
viejo gran amor. La desesperanza se convirtió en resignación, y de esta germinó
la semilla de una nueva vida, en la ciudad.
El centro bullía de gente. La mirada
sorprendida de esta muchacha de campo se posaba en las líneas de tranvías que
iban y venían, en elegantes marquesinas, buhardillas y balcones, en hermosas
plazas y parques con estanques y jardines; el viento del sur en la cara, los
olores a café, a mar, a extractos importados de París inauguraban sensaciones
nuevas. No iba a ser fácil la vida para Amanda, que venía de tan lejos y sin
saber siquiera si tenía que esperar a alguien -ojalá alguien le hubiera dado
esa certeza- que había cruzado el océano
o si podía, en cambio, reiniciar una nueva vida totalmente libre. Más fácil de
lo que hubiera pensado consiguió un empleo en la Oficina de Telégrafos, el
cual, además de ofrecerle una buena y segura paga, le permitió conocer al
detalle las vicisitudes de las operaciones bélicas allende el Atlántico.
Gracias a ello pudo enterarse de los avances, los retrocesos, las trincheras,
del frío y del hambre de todo un continente, pero también supo de mujeres
vigorosas que pasaban a ocupar las fábricas en lugar que los hombres habían
dejado para tomar las armas.
La vida poco a poco fue
encarrilándose en este sentido: el trabajo de ocho horas -que en carta a su
madre escribiera “es una maravilla que sólo trabajemos ocho horas por día”-
permitía distracciones posteriores como
sentarse en algún café o recorrer grandes tiendas en invierno, o tomar el
tranvía hasta Los Pocitos a caminar por su rambla de madera (“desde donde se
puede ver el mar infinito”), en verano. Fue precisamente allí, un ocho de
diciembre, y en ocasión de la bendición de las aguas en la terraza del Hotel de
los Pocitos, que conoció a Mr. John Jacob O’Connor, un irlandés enviado por el
gobierno ìnglés para vigilar la marcha los negocios en el río de la Plata,
quien seducido por aquellos médanos y el ancho mar prefirió instalarse aquí
antes que en la vieja capital virreinal. Esa Navidad brindaron el uno por el
otro, aunque el corazón de Amanda sobrevolaba algún lugar de Europa buscando a
aquél doctor de la capital, que conoció a raíz de la apertura de la sucesión de
su abuelo paterno, y del cual no se separó más hasta que contrajeron matrimonio
en una pequeña capilla perdida entre la escenografía de las cuchillas y los
verdes del campo.
Como una gota de agua que va cayendo
al mismo ritmo, insistente y constantemente sobre un mismo punto, así Mr.
O’Connor fue venciendo al corazón de “la empleada más bella al servicio de SM”.
Para el invierno ya estaban viviendo juntos en un apartamento de la Legación
británica en pleno corazón de la Ciudad Vieja. Sin embargo, ella no era feliz;
el hecho que su esposo haya partido de esa forma, respondiendo a una patria que
no era más la suya, le producía un sabor amargo en la boca, el sabor de la
incertidumbre de si valía la pena esperar para recomponer lo poco que habían
construido, o si debía edificar una nueva y mas sólida construcción. Pero esa
construcción no tenía buenos cimientos. A medida que transcurrían los meses
Amanda se sentía cada vez mas frente a un desconocido, lo cual se agravo mas
luego que una afección pulmonar postrara inexorablemente en la cama a “mi pobre
John”, y el mundo de reuniones, salones
y bailes se redujera a la vigilia en su dormitorio primero, en una sala del
British Hospital después, donde ensordecidos por el canto de una chicharra en
una bochornosa tarde de febrero, dejó de existir.
Otra vez sola. Volvió a su antiguo y
más modesto apartamento, donde comenzó a escribir y pensar en su género
femenino, en el hecho de estar nuevamente abandonada y no contar con nadie, en
el hecho de no poder rehacer legalmente su vida, en fin, en la falta de
protección de las mujeres solas. Estos asuntos fueron muy del gusto de sus
compañeras en el Telégrafo, y en poco tiempo Amanda era una abanderada de las
reivindicaciones femeninas, como estaban en boga en Europa y Estados Unidos.
Pero no todos compartían esos anhelos reivindicatorios.
-
No te vamos a olvidar – trataba de decir entrecortada por las
lagrimas una de sus más fervientes seguidoras, que
inexplicablemente fue mantenida en su puesto de trabajo. Es el Anden 3 de la
Estación Central; Amanda había resuelto volverse al campo luego de casi cinco años
de aventura urbana. Siete campanadas marco el carrillón y el tren comenzó la
marcha. Por la ventana innumerables mujeres levantaban sus brazos con gesto de
amargo abandono. Nunca más las volverían a ver.
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Ella abrió los ojos y a través de del
vapor que surgía de la tina fue visualizándose su figura. El tiempo pareció
detenerse cuando sus miradas se confundieron, hasta que su marcha pareció
reanudarse cuando Amanda se incorporo y en un intempestivo salto se aferró a su
esposo, rociando de agua todo el baño. Luego de haber confesado haber creído
que no la iba a encontrar - creyendo que
su amada lo había esperado todo ese tiempo en ese campo, dedicada solamente a
llorarlo - , Juan Luis empezó a desembrollar la intrincada madeja de su
historia: la guerra, en este caso, fue benéfica para aclarar su mente, la
soledad de las trincheras le dejó tiempo de más para reflexionar y llegar a
extrañar a aquella preciosa mozuela de campo de lacios cabellos negros que
tímidamente apareció en una fría mañana de invierno para escuchar la lectura de
la última voluntad de su abuelo fallecido. Realmente se había dado cuenta que
quería a esa mujer, y tenia planes con ella. Ella había crecido, pero sintió
que valía la pena seguirlo. Al final de cuentas esos cinco años de paréntesis
conyugal fue lo que salvo su matrimonio
y lo que contribuyó a sellar definitivamente viejos miedos y dudas. En la
puerta del casco, mirando en lontananza como el sol dibujaba caprichosas sombras a través de los álamos y como se aproximaba
el coche que los llevaría definitivamente a la ciudad, Juan Luis apretando con
su izquierda la mano de su querida Amanda, y con sus celestes ojos condensados
por las lagrimas, levanto el vaso cargado del ultimo vino realizado en ese
campo mirándola tiernamente le dedico su
brindis:
-
¡Por esos cinco años!.-
El Caminante
Noviembre 2002
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