Plan de viaje

viernes, 12 de julio de 2002

Esos cinco años




ESOS CINCO AÑOS

Noche cerrada, de invierno, la luz de los relámpagos pasa a través de las ventanas y el ruido de los truenos hace temblar las sillas en el piso de madera. Como si fuera cine, la imagen comienza a desplazarse lenta, muy lentamente desde la entrada; luego de secarse los pies en el felpudo debido a la lluvia que desde hace horas no cesa;  acercándose va, camina, avanza, un color azul lo rodea todo, mezcla del color de la noche flasheado por los relámpagos. Los pasos hacían crujir la vieja madera del piso, pero  quedaba solapado por los fuertes golpes del agua en el techo. Llegando al final de la sala, de una puerta entornada asomaba una hendija de luz, era el baño, era la única luz que alumbraba el lugar, salvo la fugaz descarga del cielo. 

Detrás de la puerta, ruidos de agua daban la certeza que era el baño; al final la puerta se abrió, efectivamente era el baño, el mismo en cuya tina se había inmerso por última vez hacia 5 años. La tina no estaba vacía, sino con quien él esperaba, ella no había cambiado en esos años, seguía delgada, lacia, delicada, firme; él en cambio no era el mismo, la barba había cubierto su otrora aniñado rostro, y una serena templanza dejo atrás la tardía inmadurez. Volvía de muy lejos, aunque siempre la sintió muy cerca, razón suficiente para la vuelta.

Esas mismas razones que ahora hicieron que volviera, no eran las mismas que 5 años atrás causaron su partida. La guerra, la muerte, fue la excusa empleada para ocultar el verdadero motivo de su huída. Una profunda revolución tenía sitiada a su cuerpo, iniciada en lo más profundo de su pecho, se propagó a través del torrente de sus venas como si de un sendero de pólvora se tratara y finalmente tomó sus pulmones para estallar un grito cargado de angustia. Nadie comprendió las razones que lo impulsaron a una decisión tan cargada de patriotismo, ni sus padres, ni sus amigos, ni su flamante esposa.

Un aséptico beso de despedida en la estación del tren hacia la ciudad fue la última sensación que percibió de ella. La quería como a nadie, pero querer no es desear, y el deseo hacía tiempo que faltaba en sus citas; un manto de hielo había anquilosado los resortes de la pasión, oxidando un engranaje que, a diferencia del tren en el que iba abarrotado de soldados, ya no andaba. Pelear por una guerra externa fue el mejor pretexto que encontró para evitar pelear en una interna.

El puerto rebosaba de gente, mujeres, llantos, gritos, desgarros, familias que tal vez no volverían a unirse jamás. Lo cierto es que la partida al frente es una imagen poco esperanzadora, para quien si acaso quedaban restos de esperanza. Finalmente, el vapor del buque se mezcló con la bruma del mar y la silueta del barco se fue perdiendo hacia el horizonte, salpicado de pañuelos en alto.

Su esposa nunca llegó a comprender el mutismo en el que su marido se había encerrado meses antes de la partida. Sin haberse puesto de acuerdo, compartía esa misma sensación de sequedad y aridez en que se había transformado el fértil valle de la pasión. Tal vez por eso no esperó carta alguna, aunque en el fondo de su corazón deseó profundamente haberse equivocado con el pronóstico. Las noticias de la guerra que llegaban pintaban un mundo de desolación y masacre, lo que fue disipando sus esperanzas de volver a ver a su viejo gran amor. La desesperanza se convirtió en resignación, y de esta germinó la semilla de una nueva vida, en la ciudad.

 El centro bullía de gente. La mirada sorprendida de esta muchacha de campo se posaba en las líneas de tranvías que iban y venían, en elegantes marquesinas, buhardillas y balcones, en hermosas plazas y parques con estanques y jardines; el viento del sur en la cara, los olores a café, a mar, a extractos importados de París inauguraban sensaciones nuevas. No iba a ser fácil la vida para Amanda, que venía de tan lejos y sin saber siquiera si tenía que esperar a alguien -ojalá alguien le hubiera dado esa certeza-  que había cruzado el océano o si podía, en cambio, reiniciar una nueva vida totalmente libre. Más fácil de lo que hubiera pensado consiguió un empleo en la Oficina de Telégrafos, el cual, además de ofrecerle una buena y segura paga, le permitió conocer al detalle las vicisitudes de las operaciones bélicas allende el Atlántico. Gracias a ello pudo enterarse de los avances, los retrocesos, las trincheras, del frío y del hambre de todo un continente, pero también supo de mujeres vigorosas que pasaban a ocupar las fábricas en lugar que los hombres habían dejado para tomar las armas.

La vida poco a poco fue encarrilándose en este sentido: el trabajo de ocho horas -que en carta a su madre escribiera “es una maravilla que sólo trabajemos ocho horas por día”- permitía  distracciones posteriores como sentarse en algún café o recorrer grandes tiendas en invierno, o tomar el tranvía hasta Los Pocitos a caminar por su rambla de madera (“desde donde se puede ver el mar infinito”), en verano. Fue precisamente allí, un ocho de diciembre, y en ocasión de la bendición de las aguas en la terraza del Hotel de los Pocitos, que conoció a Mr. John Jacob O’Connor, un irlandés enviado por el gobierno ìnglés para vigilar la marcha los negocios en el río de la Plata, quien seducido por aquellos médanos y el ancho mar prefirió instalarse aquí antes que en la vieja capital virreinal. Esa Navidad brindaron el uno por el otro, aunque el corazón de Amanda sobrevolaba algún lugar de Europa buscando a aquél doctor de la capital, que conoció a raíz de la apertura de la sucesión de su abuelo paterno, y del cual no se separó más hasta que contrajeron matrimonio en una pequeña capilla perdida entre la escenografía de las cuchillas y los verdes del campo.

Como una gota de agua que va cayendo al mismo ritmo, insistente y constantemente sobre un mismo punto, así Mr. O’Connor fue venciendo al corazón de “la empleada más bella al servicio de SM”. Para el invierno ya estaban viviendo juntos en un apartamento de la Legación británica en pleno corazón de la Ciudad Vieja. Sin embargo, ella no era feliz; el hecho que su esposo haya partido de esa forma, respondiendo a una patria que no era más la suya, le producía un sabor amargo en la boca, el sabor de la incertidumbre de si valía la pena esperar para recomponer lo poco que habían construido, o si debía edificar una nueva y mas sólida construcción. Pero esa construcción no tenía buenos cimientos. A medida que transcurrían los meses Amanda se sentía cada vez mas frente a un desconocido, lo cual se agravo mas luego que una afección pulmonar postrara inexorablemente en la cama a “mi pobre John”, y el  mundo de reuniones, salones y bailes se redujera a la vigilia en su dormitorio primero, en una sala del British Hospital después, donde ensordecidos por el canto de una chicharra en una bochornosa tarde de febrero, dejó de existir.

Otra vez sola. Volvió a su antiguo y más modesto apartamento, donde comenzó a escribir y pensar en su género femenino, en el hecho de estar nuevamente abandonada y no contar con nadie, en el hecho de no poder rehacer legalmente su vida, en fin, en la falta de protección de las mujeres solas. Estos asuntos fueron muy del gusto de sus compañeras en el Telégrafo, y en poco tiempo Amanda era una abanderada de las reivindicaciones femeninas, como estaban en boga en Europa y Estados Unidos. Pero no todos compartían esos anhelos reivindicatorios.

-          No te vamos a olvidar – trataba de decir entrecortada por las lagrimas una de sus más fervientes seguidoras, que inexplicablemente fue mantenida en su puesto de trabajo. Es el Anden 3 de la Estación Central; Amanda había resuelto volverse al campo luego de casi cinco años de aventura urbana. Siete campanadas marco el carrillón y el tren comenzó la marcha. Por la ventana innumerables mujeres levantaban sus brazos con gesto de amargo abandono. Nunca más las volverían a ver.

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Ella abrió los ojos y a través de del vapor que surgía de la tina fue visualizándose su figura. El tiempo pareció detenerse cuando sus miradas se confundieron, hasta que su marcha pareció reanudarse cuando Amanda se incorporo y en un intempestivo salto se aferró a su esposo, rociando de agua todo el baño. Luego de haber confesado haber creído que no la iba a encontrar  - creyendo que su amada lo había esperado todo ese tiempo en ese campo, dedicada solamente a llorarlo - , Juan Luis empezó a desembrollar la intrincada madeja de su historia: la guerra, en este caso, fue benéfica para aclarar su mente, la soledad de las trincheras le dejó tiempo de más para reflexionar y llegar a extrañar a aquella preciosa mozuela de campo de lacios cabellos negros que tímidamente apareció en una fría mañana de invierno para escuchar la lectura de la última voluntad de su abuelo fallecido. Realmente se había dado cuenta que quería a esa mujer, y tenia planes con ella. Ella había crecido, pero sintió que valía la pena seguirlo. Al final de cuentas esos cinco años de paréntesis conyugal fue  lo que salvo su matrimonio y lo que contribuyó a sellar definitivamente viejos miedos y dudas. En la puerta del casco, mirando en lontananza como el sol dibujaba caprichosas sombras  a través de los álamos y como se aproximaba el coche que los llevaría definitivamente a la ciudad, Juan Luis apretando con su izquierda la mano de su querida Amanda, y con sus celestes ojos condensados por las lagrimas, levanto el vaso cargado del ultimo vino realizado en ese campo  mirándola tiernamente le dedico su brindis:
-          ¡Por esos cinco años!.-



El Caminante
Noviembre 2002